31 may 2012

Se cometieron errores, pero yo no los hice

Siempre me he preguntado por qué nos resulta tan difícil aceptar las críticas, por qué nos mostramos tan defensivos, tan protectores, tan cuidadosos de nuestra identidad que somos capaces de mentir, humillar, anular e incluso eliminar a quien tenemos enfrente si con su presencia, su palabra o su acción amenaza lo que somos. Me he visto más de una vez defendiéndome con ahínco de críticas que apenas pasaban del nivel de simples comentarios, respondiendo con fuerza a quien se ha atrevido a decirme algo que no me gusta, y cuando todo eso se pasa y puedo entrar en un espacio de calma interior no dejo de preguntarme por qué. Por qué tanta necesidad de justificarnos, de tener razón, de quedar por encima del otro, sin importar si hacemos daño; por qué aferrarnos con tanta fuerza a una idea aunque eso suponga vivir con ansiedad y tensión, aunque eso implique relaciones deterioradas o rotas y proyectos fracasados; por qué tanta dificultad en reconocer que tal vez nos equivocamos, que hay otras opciones, que realmente (nos) estamos haciendo daño; y por qué nos cuesta tanto salir de ahí, por qué nos mantenemos en el engaño, cuando todo a nuestro alrededor parece dejar bien claro que ese camino no lleva a ninguna parte, que sólo encierra dolor, soledad y cansancio.

Hace tiempo entendí que para ser más empático y acoger al otro en su diferencia, necesitaba primero hacer espacio en mi, necesitaba desidentificarme, desapegarme de mi mismo, poner entre paréntesis algunas de las ideas más queridas que llenan mi yo, y abrirme desde ahí a ese espacio de acogida en que cabe la expresión del otro. A ese acto de poner entre paréntesis, David Bohm lo llamó ‘suspensión’, afirmando que sólo suspendiendo nuestros pensamientos podemos pasar de una discusión estéril en que todas las partes quieren tener razón a un auténtico diálogo en el que nuevos caminos emergen fruto de la participación de todos. Hay que decir inmediatamente que ‘suspender una idea’ no es dejar de creer en ella o abandonarla para siempre, se trata tan sólo de apartarla por un instante de la conciencia inmediata, de ponerla entre paréntesis de manera que nuestro yo no salte automáticamente en su defensa ante quien presenta una idea diferente o incluso contraria. Aunque la idea sigue estando ahí, aunque la sientas querida y cercana, al suspenderla deja de ser parte inseparable de ti, abandona por un instante tu identidad y puedes crear espacio en tu conciencia para otras ideas diferentes o contrarias. Con práctica puedes llegar a desidentificarte de unas cuantas ideas, aunque siempre habrá capas más profundas de tu yo en las que el apego es mucho más fuerte y, por tanto, la desidentificación más difícil. Hace algún tiempo imaginé un individuo ideal cuya identidad no se basa en ninguna idea en particular, un individuo que aunque acaricia algunas ideas más que otras no se identifica con ninguna de ellas; un individuo que se abre atentamente a quien con sinceridad defiende ideas contrarias; que pone su ser, su identidad, en la propia participación y no en lo participado. Un ‘individuo participante’2.

Desidentificarse es abrir espacio en un yo que tiende a llenarse de ideas, creencias, patrones, formas de ser y de hacer..., y a sumirlas como propias, como parte integrante de su identidad, como lo que es; sin percatarse que ideas, creencias y patrones son cosas importadas, algo que surge en nuestras vidas en un momento dado y que no estaba antes. Muchas tradiciones espirituales nos advierten del error que supone un excesivo apego del yo por su propia imagen. De manera similar la Teoría de Procesos de Arnold Mindell3 nos invita a explorar todas esas partes de nuestra identidad, esas creencias y patrones de respuesta, como simples personajes de una gran obra de teatro que desborda nuestro pequeño yo, o como espíritus temporales de un mundo de sueños que creamos colectivamente; nos invita a ganar conciencia de que roles y espíritus se apoderan de nosotros siguiendo su propio guión, a la vez que nos hacen creer que somos nosotros quienes controlamos nuestro destino.
Con todo, desidentificarse, separarse de lo que creemos ser, no es fácil. Personalmente, a pesar de todos mis esfuerzos de desidentificación, de tratar de ser más consciente de los roles que juego, todavía tengo muchas dificultades para aceptar algunas críticas y no atascarme en ciertos roles, sobre todo si amenazan ideas tan queridas como, por ejemplo, la de que soy un ser bondadoso, amoroso o lleno de cuidado. El que alguien diga en un momento dado que mi comportamiento es abusivo o que le he hecho daño, me resulta difícil de aceptar. “¡Eso es imposible!”, me digo a mi mismo. “Yo nunca haría daño a nadie, ni siquiera permitiría que otras personas hicieran daño a otros seres humanos, ¡cómo iba yo a hacerte daño a ti!”. Diga lo que diga la otra persona, por muy claras que sean sus razones, yo justifico mi comportamiento con tanta fuerza como sea necesario. Aún más, si la otra persona se calla y asume mis argumentos puedo mostrarme benevolente y reconocer que algo de lo que dice tiene sentido, pero si la otra persona se empeña en defender su posición, entonces mi necesidad de justificación aumenta, a la par que tiendo a despreciar cada vez con más ahínco su queja, tratándola de irrisoria o sin sentido. Desde luego no se trata de un patrón que me guste, pero tampoco sabía cómo cambiarlo.

Durante mucho tiempo pensé que defenderme de una crítica, o dejar clara mi posición ante lo que entendía como una idea o comportamiento equivocado del otro, era algo inevitable y necesario. “¡Cómo permanecer callado ante lo que, claramente, es un absurdo, una mentira, o un error!”, me decía a mi mismo. Más tarde, después de sentir en mis propias carnes el dolor y el daño que tal actitud conlleva, empecé a cuestionar mis apegos, mis razones y mi propia conducta; empecé a darme cuenta de que hay vida en la conciencia más allá del yo y su propia imagen, más allá de lo que creemos ser; empecé a asumir que no es necesario dejarse arrastrar todo el tiempo por un yo inflexible e incapaz de reconocer sus errores. Comprendí que no somos lo que creemos ser y que la mayoría de las veces simplemente estamos representando roles que nos vienen impuestos desde afuera. Pero me faltaba saber por qué ocurre todo esto, por qué el yo nos arrastra en estrategias de auto-justificación que suponen tantas veces una mentira para los demás y, sobre todo, un gran engaño para nosotros mismos. Hace poco encontré una posible respuesta en la Teoría de la disonancia cognitiva, desarrollada por León Festinger en los años 50 del siglo pasado y ahora actualizada en el libro de Tavris y Aronson que da título a este artículo.

La disonancia cognitiva se define como el malestar causado por la presencia simultánea en nuestra conciencia de dos cogniciones contradictorias. Las cogniciones pueden ser ideas, creencias, valores, reacciones emocionales... El malestar puede ir desde una simple expresión de sorpresa hasta sentir miedo, vergüenza o rabia, dependiendo del caso y de la cantidad de disonancia experimentada. La Teoría de la disonancia cognitiva dice simplemente que en una situación de disonancia, las personas hacemos todo lo posible para reducirla, bien alterando nuestro sistema de creencias para acoger una idea nueva y recuperar la consistencia interna, bien reduciendo la importancia de uno de los elementos disonantes. En el caso comentado anteriormente, es evidente que la idea de que yo pueda hacer daño a alguien es fuertemente disonante con la imagen que guardo de mi mismo, lo que me lleva a pensar: “yo soy una buena persona, yo nunca haría daño a nadie, cómo se atreve alguien a decir que le he hecho daño”. Para reducir la disonancia podría cuestionarme si realmente soy tan buena persona como pienso, podría pensar que tal vez hay cosas que puedo hacer mejor, que no soy tan bueno o cuidadoso como creo, o que aun cuando intento serlo, hay cosas que no controlo y que no podré evitar hacer daño algunas veces...; podría pensar muchas cosas similares, pero lo cierto es que todavía me siento demasiado identificado con la imagen de un ser bondadoso como para abrirme a lo contrario, y en lugar de acoger la crítica, tiendo a defenderme jugando un rol de auto-justificación, que puede llegar a ser un tanto violento. Lo peor es que una vez elegido el camino de la auto-justificación, que no olvidemos puede venir acompañado de cierta tensión y agresividad, resulta cada vez más difícil echarse para atrás, porque de nuevo reconocer que mi justificación conlleva cierta agresión es una idea disonante con mi propia imagen de ser bondadoso, así que mejor dejar claro que mis actos y la manera en que los defiendo están justificados y llenos de sentido, y hacer del otro el único responsable de lo que le pasa.

Para salir de esta desagradable situación, que sólo genera dolor y frustración, es fundamental aprender a desidentificarnos de lo que creemos ser y generar respuestas que nos permitan reducir la disonancia a la vez que permiten la expresión crítica del otro. Con todo, desidentificarnos de algunas ideas y patrones que llevamos bien grabados en nuestro cuerpo no es nada fácil, en ocasiones resulta casi imposible responder asertiva y compasivamente ante las críticas, opiniones o comportamientos de otros, especialmente cuando nos afectan íntimamente. Por otra parte, no hay que olvidar que la disonancia es una reacción físico emocional bien anclada en nuestros circuitos neuronales. No la podemos evitar simplemente porque así lo queramos. En mi caso, y dadas mis dificultades para desidentificarme completamente de algunas ideas y patrones, y por consiguiente para reducir la disonancia por el lado de la aceptación y no de la justificación, desde hace algún tiempo he puesto en marcha una estrategia que me permite solventar el tema de una manera que hasta ahora me está resultando bastante satisfactoria.
La idea es sencilla: he introducido una nueva idea en mi mente, una idea que trato de reforzar una y otra vez, tanto exponiéndola a otras personas como recordándomela a mi mismo, tanto en la teoría como en la práctica, hasta ir integrándola bien dentro de mi. Esta idea dice más o menos así: “no sé si soy una persona buena o no, no sé si actúo correctamente o no, si hago daño o no, no sé si tengo razón o no, pero sí sé que estoy abierto a escuchar al otro en su verdad y entrar en un espacio en el que quepan todas las voces”. Ahora, cuando al escuchar o ver al otro mostrarse en su diferencia, aunque inicialmente pueda saltar de manera imperiosa a defender mi postura, no pasan unos segundos antes que esta nueva idea surja con fuerza en mi mente, generando una nueva disonancia, en esta ocasión entre el ‘estar abierto a la escucha empática del otro’ y el ‘hecho de estar justificándome y por tanto cerrado al otro’. En el momento en que soy consciente de lo que pasa, la idea de ser un ‘ser abierto y empático’ se apodera de mi parando la necesidad de respuesta y justificación. Es un instante de revelación en el que se me hace claro a la consciencia en qué juego ha entrado mi yo, a partir del cual ya no puedo seguir jugándolo porque eso sería ir en contra de esta nueva idea tan querida de ser un ser abierto al otro. Por supuesto, a veces hay una cierta vacilación, una resistencia sutil por parte de un yo que se niega a perder la cara, a veces necesito un tiempo de silencio, un tiempo para recomponerme y dejar que la ‘apertura’ me atraviese, un tiempo para poder decirme: “mi identidad no está en juego por lo que otros dicen o hacen”. Entonces todo cambia, mi yo se relaja al acogerse a una nueva identidad que no implica justificación, y un espacio ligero se abre para la escucha del otro y la expresión auténtica de mi mismo. Es un espacio amoroso y lleno de compasión, ¿te animas a practicarlo?

1 comentario:

  1. Muy buen texto Ulises,

    Me imagino que sabes que es Budismo puro y duro de lo que estás hablando.

    Te recomiendo este libro: The self illusion, Why there is no you inside your head.


    Un abarzo

    Juan Diego

    http://vision.unige.ch/doku.php/members/juandiego

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